Sin pena ni gloria pasó por la vida.
No dejó hijos. Nadie sacaría viejas fotos de una caja de zapatos. Nadie le explicaría a unos niños curiosos quién era aquel hombre en blanco y negro que sonreía a la cámara. Nadie nombraría a su bebé en honor al abuelo, al bisabuelo, a él. No habría anécdotas contadas alrededor de una mesa la noche de año nuevo.
No dejó amigos. Nadie brindaría en recuerdo a su memoria el aniversario de su muerte. Nadie quedaría en el bar que solía visitar, ni se sentaría en su silla, ni sonreiría a la camarera acordándose de aquellos días de cerveza. No volvería su reloj a adornar la muñeca de nadie, pues no había nadie a quién dejárselo.
No dejó hazañas. Nadie pensaría en él como "aquel hombre tan amable". Ni como "el que me alegró el día", "el que supo qué hacer" o "el que mantuvo la calma".
¿Qué fue de él?
Cayó en el olvido. Murió como vivió y como temió seguir viviendo: solo. Durante sus últimos días se preguntó qué había hecho mal para acabar así, pero prefirió no saberlo.
Sin pena ni gloria pasó por la vida y se alejó de ella.
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