Cada vez que cerraba los ojos les veía, no sabría decir si
eran sueños o pesadillas pero el resultado era siempre el mismo: despertar entre
gritos y sudor. En ocasiones incluso lágrimas, tardaba horas en calmarme y
aquella noche soñé con la habitación del piso superior. ¿Qué clase de salvaje
le hace eso a un niño? No tenía respuestas pero pensaba ser más humano que
ellos.
La luz empezaba a colarse por la ventana, mis tripas se
quejaban por la falta de comida, hacía días desde la última comida que había
conseguido encontrar.
"Hoy tendré que salir a buscar comida pero primero el
entierro"
En todo el tiempo que había pasado en aquella casa no me
percaté de que en el jardín había una pequeña caseta, lo más seguro es que
guardaran las herramientas necesarias para su mantenimiento allí. Sin más
dilación me dirigí hacía la puerta del cobertizo, corrí el pestillo y abrí la
puerta. Quedé fascinado por la cantidad de objetos que tenía en su interior.
Las palas de diferentes tamaños, rastrillos, cortacésped, sacos de tierra y
abono fue lo que más me llamo la atención. Podría plantar comida si encontraba
semillas y seguro que si buscaba bien las encontraría, pero no ahora.
Me pase varias horas cavando la tumba de aquel niño, un
trabajo físico por la mañana. Si mi padre pudiera verme se reiría de mí todo el
día, ambos sabríamos que acabaría con agujetas pero eso era cosa del pasado. Ahora
aguantaba mucho más. Al acabar, subí al piso y entré en la habitación. El olor
era lo peor, se me metía en la nariz y me provocaba nauseas.
"No vomites por favor, no lo hagas" me repetía
mientras cogía una sábana del armario y la colocaba en el suelo. Sentía como si
estuviera recogiendo a mi niño interior, como si en aquel mismo instante me
diera cuenta de que el mundo se había ido a la mierda.
Recordaba las noticias del Colapso. La ciudad siguió como si
a nosotros no nos fuera a llegar, nos creímos intocables y así acabamos,
infectados, huyendo de todo lo que conocíamos. Creciendo antes de tiempo,
rompiendo nuestros planes e ilusiones, alejándonos de todo lo que queríamos.
Madurar a base de palos, como en los viejos tiempos, cuando mi abuelo era joven.
Y cuando la guerra biológica llegó, acababa de recibir mi carta de admisión a
la universidad.
Y así, de golpe, cambié la universidad por la supervivencia, a
mí familia por la soledad, aprendí lo que es pasar hambre, frío y sueño de la
peor manera que podía. Me daba cuenta de
todo ello ahora, dos años después.
No fue un gran entierro, solo estábamos él y yo, y ni siquiera sabía si debería decir unas
palabras... así que no lo hice, pero dejé un peluche sobre la tumba del niño sin
nombre. Y aunque suene frío, mis pies empezaron a correr lejos de allí.
Necesitaba encontrar comida.
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