Sus ojos, que antes reflejaban las luces de un día que muere, ahora se habían quedado a oscuras. Esperó la ansiada respuesta en el quicio de la puerta, entusiasmado, jadeando debido a la carrera que le había llevado hasta allí. Pero nadie respondió. Posó las manos sobre el marco de la puerta abierta, que parecía haberle invitado a entrar, y las deslizó lentamente hacia abajo, recorriendo un camino invisible que llevaba a la decepción, a la pérdida total de la esperanza. Acabó agachándose, sin saber muy bien cómo. A veces era difícil seguir sonriendo. A veces dolía tanto mantener el ánimo, que las piernas le fallaban. En tantas ocasiones se había guiado por su intuición y había acertado que, esta vez, este fallo, se había convertido en un mazazo que le había dejado casi sin aliento. Sabía, sin embargo, que apenas le había buscado, que únicamente había entrado en la primera casa con la puerta abierta que había visto. Sabía también que sólo había gritado desde esa puerta roja, que no había investigado su interior, pero deseaba con tantas fuerzas una voz amiga, que el silencio recibido le acabó por arrancar una parte importante de sí mismo.
Y así, acuclillado ante la entrada de la casa blanca, se quedó durante un buen rato.
Fue cuando la luz de la luna bañó por completo la ciudad, cuando decidió que debía moverse. La noche no era segura y, aunque no había podido encontrar a nadie, aún estaba muy lejos de querer despedirse de ese mundo. Entró en la casa y comprobó el estado de la puerta. Cerraba a la perfección, así que sería un buen lugar para esperar el amanecer sin temer por su vida.
Encontró, al final de la escalera, una pequeña habitación de niña. Era preciosa. Las paredes estaban pintadas de un vibrante color púrpura y, del techo colgaban tules vaporosos que, a modo de celosía, cubrían la ventana que daba a la parte posterior del jardín. Pero la cama era demasiado pequeña. Cuando encontró el dormitorio principal, de decoración austera, no pudo ni quitarse las botas antes de quedar dormido en la enorme cama de matrimonio. Era demasiado cómoda y él estaba demasiado cansado como para pensar en esas nimiedades.
Esa noche soñó que pintaba. Ante él se extendía un enorme lienzo blanco que le miraba desafiante. En su mano, un pincel. En su mente, un boceto. Llenó el lienzo de colores, pues el vacío de éste le carcomía por dentro y, en cuanto decidió admirar su obra, se dió cuenta de que ésta era en su totalidad un abanico cromático de rojos, vermellones, borgoñas y carmesíes.
Despertó confundido, pero descansado. Y, ante el rugido de sus tripas, creyó que lo más apropiado sería buscar algo de comer. Encontró una lata de melocotones en almíbar en la despensa de la cocina, y una bolsa de cacahuetes rancios en uno de los muebles del salón. Azúcar para pensar y proteínas y grasas para los músculos, no estaba del todo mal.
Con el estómago más lleno que antes, pero no del todo, salió de la casa. Pronto amanecería y tenía que seguir buscando. Estaba convencido de que, en cualquier momento, alguien rompería el silencio que le apresaba.
Volvió a sonreír cuando entró en la siguiente casa.
-¡Te pillé! ¡Ya no estás solo, estoy aquí!- gritó en esta ocasión esperando respuesta.
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