Corría todo lo rápido
que mis cansadas piernas me permitían. Yo nunca fui un gran atleta,
lo cierto era que me pasaba los días entre libros, ordenadores y
demás cacharros electrónicos, como diría mi padre. Notaba
como el peso de los libros me ralentizaba pero no podía parar, si lo
hacía todo habría acabado. Los coches abandonados servían de
trincheras, aunque no era capaz de dejar de escuchar esa alarma,
esa maldita alarma. Seguramente era una trampa pero una parte de mi
deseaba que la curiosidad ganase al miedo, aunque ya era tarde
estaba prácticamente llegando al cruce en el cual me introduciría
entre las sombras del frondoso bosque, que se adueñó de lo que antes
era la gran vía. Y fue como que el tiempo dejara de pasar y el aire
se congelara en un mundo paralelo, un jarro de agua fría, un juego
sádico de una mente cansada. Te perdí hace tanto tiempo que era
imposible que mi corazón saltara. La emoción del momento me
empezaba a causar estragos, había dejado de correr. Y el frío llegó
paralizándome, consiguiendo que ni siquiera fuera consciente de que
estaba arrodillado en un asfalto desconchado y comido por la
naturaleza, adornado con cristales que en otros tiempos pertenecieron
a algún escaparate o edificio.
"Reacciona idiota. Es tu cabeza que te juega una mala pasada. Estas cerca de estar a salvo, ¿porque no corres?"
Cuando estaba contigo
tú me guiabas por los caminos retorcidos y llenos de obstáculos. Tú
me rescatabas de caer, o de querer saltar al precipicio. Y así te lo
pagaba aunque fueras producto de mi imaginación. Huía de ti. Casi
sin darme cuenta me plantaba en el porche de aquella misteriosa
casita, me preguntaba cómo habría sido convivir entre acero y
hormigón. La estampa del verde en los colores quemados por el sol,
me traía a la memoria aquellos cuadros que pintaba mamá. La alarma
hacía tiempo que había dejado de sonar pero aun sentía el miedo en
mi cuerpo. Si empezaba a dudar de mí, ¿quien me salvaría?
Me adentré en la casa
con sumo cuidado, me sentía como un adolescente gastando una broma.
El salón era amplio con unan chimenea de piedra que captaba tu
atención según entrabas en la estancia. Un sofá de color verde
dirigía la sala. Junto a el, un sillón cerca de una mesilla donde
mejor le daba la luz, lo que me hacía pensar que al dueño le
gustaría leer. La ausencia de objetos personales; como pueden ser
fotos familiares, no me gustaba demasiado ya que me cuestionaba por
qué se marcharían. Por primera vez desde que estaba allí me daba
cuenta del gran desorden que reinaba. Los libros estaban esparcidos por el
suelo, a los pies de la estantería que cubría toda la pared y que
separaba el salón de la cocina. La mesa de café, llena de vasos y
tazas, la chimenea con restos de papeles quemados y un montón de
periódicos de antes del Colapso esparcidos debajo del gran ventanal
que iluminaba la estancia. Decidí ordenarlo un poco y al acabar me
senté en el sillón enfrascándome en la lectura de los libros que
“tomé” prestados de la biblioteca.
Estaba tan enfrascado
en la lectura que no me percaté de que estaba oscureciendo. Decidí
buscar una habitación donde dormir ahora que el susto mañanero
parecía olvidado. Me dirigí a la planta superior y entré en el
primer dormitorio que vi. Las nauseas me invadieron y, pese a que no
había comido nada, vomité. La imagen de aquel niño pequeño degollado
no me ayudaría a conciliar el sueño. Cerré la puerta y baje al salón.
Por la mañana pensaría que hacer y si era capaz de hacerlo.
Así que en el salón
de nuevo recogí mi mochila y me puse a buscar el reloj de bolsillo
de mi padre. Ya sabía que no funcionaba desde hacia meses, pero me
relajaba tenerlo cerca. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, si hubiera tenido un espejo seguro que
habría visto que estaba
más blanco que la tiza.
EL RELOJ NO ESTABA.
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