Los libros dormían. Era evidente que nadie los había leído en mucho tiempo, pues sobre ellos había una capa considerable de polvo. Recorrió una de las salas deslizando su dedo por los lomos de los volúmenes y le pareció gracioso el pequeño camino que iba dejando a través de la suciedad de éstos. Pensó en sentarse y descansar de la carrera que le había llevado hasta allí, pero ¿y si había alguien en algún lugar de la biblioteca? Tenía que encontrarle de inmediato, era una oportunidad de oro. Así que, con las piernas aún entumecidas, decidió inspeccionar el resto de salas.
Nunca había frecuentado las bibliotecas, ni siquiera antes del Colapso, y cierto era que en ese instante tampoco sentía curiosidad por abrir ninguno de aquellos libros.
Nada le llamó demasiado la atención en ninguna de las estancias. Muchas de ellas parecían haber sido abandonadas a toda prisa, como si hubiesen estado estudiando segundos antes de que todo se fuese a la mierda. Otras, sin embargo, parecían haber sido clausuradas con cuidado. Tenían las persianas bajadas y los libros ordenados de forma alfabética, las sillas cuidadosamente colocadas alrededor de las largas mesas y los ordenadores apagados, en silencio, como si descansasen tras una jornada de duro trabajo. Se preguntó entonces cómo habrían vivido las personas de esa ciudad la llegada del Colapso. Él se lo tomó a broma en un principio, cuando los telenoticias no hacían más que anunciar la inminente guerra biológica que se les echaba encima. "Estas cosas no pasan aquí" recordó haberse dicho a sí mismo, "eso sólo pasa en las películas". Pero el día llegó y nadie estaba preparado para lo que vendría después.
Suspiró cerrando tras de sí la puerta de la última sala del pasillo y decidió subir a la segunda planta. Allí su sorpresa fue mayúscula. Las puertas estaban todas abiertas y, al adentrarse por una de ellas, descubrió una pila de libros abiertos encima de una de las mesas. Se trataba de libros de tecnología, de electrónica y de ingeniería. Cogió uno de ellos y miró la cubierta. No pudo evitar sonreír al descubrir que, las huellas de manos que tenían los libros, eran recientes. Dejó el libro y se giró. Tenía que haber algún rastro, alguna pista que le indicase cuánto hacía que se había ido aquella persona o qué dirección había tomado. Abrió los postigos de las ventanas para que entrase la luz y, al hacerlo, el último rayo de sol del día iluminó el suelo a su lado. Algo le cegó un instante, un brillo metálico que no debería estar allí. Al agacharse encontró un reloj de bolsillo precioso, grabado con unos motivos antiguos y que, como esperaba no funcionaba. Lo guardó en su chaqueta y se asomó a la calle. A lo lejos le vió. Unas cuantas calles más allá, corriendo como si le fuese la vida en ello (que probablemente así era), había una persona.
-¡Sí! ¡Lo sabia!- gritó- ¡Te encontré, idiota! ¡Já! ¡Boom! ¡Noah, eres la caña!
Le siguió con la mirada hasta que le perdió en uno de los callejones que se adentraban al este, pero ya era más de lo que había encontrado en años, así que se alegró. Había encontrado otro superviviente y sabía en qué dirección había ido. Un gran logro, sin duda... pero ahora quedaba lo más difícil: salir de la biblioteca y encontrarle sin morir.
De repente, la bombilla se le iluminó en la cabeza y se le ocurrió lo que para él parecía una maravillosa idea. Saltaría por los tejados.
Y, de este modo, acabó Noah en el techo de la biblioteca, sopesando el mejor camino para no acabar aplastado contra el asfalto.
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