Nunca había estado tan cerca del cielo. Alzó las manos intentando acariciar las nubes sanguinas, dejando que la brisa que precedía a la noche acariciase sus dedos. Cerró los ojos y se creyó volar. Disfrutaba, como siempre, de cada segundo de su existencia. Y ahora no podía ser más feliz, sabía que no estaba solo y que sólo tenía que currárselo un poco para tener la compañía que tanto echaba de menos.
Hizo visera con su mano para calcular la distancia que le separaba del otro tejado y cogió carrerilla. Cuando se vió en el aire, agitando los brazos y con las piernas recogidas, empezó a carcajearse como si se tratase de un niño que se tira por primera vez por un tobogán de mayores. Cuando sus pies tocaron el suelo y empezó a rodar por el tejado, supo que necesitaría hacerlo un millar de veces más antes de tenerle miedo a aquella nueva forma de moverse por la ciudad. ¡Era maravilloso, se sentía vivo!
Así pues, fue como, tejado a tejado, fue salvando la distancia que le separaba de su nuevo posible amigo... o amiga, no lo tenía claro y tampoco le importaba. Corría, saltaba, rodaba, gritaba y reía, todo ello con una energía que superaba la lógica. Cualquiera hubiera podido encontrarle sólo con alzar la mirada o con prestar un poco de atención a los sonidos.
Finalmente, cuando llegó a la última calle en la que había perdido de vista a aquella persona, decidió que igual lo mejor era seguir a ras de tierra. Como le había cogido el gustillo a este tipo de desplazamientos, creyó que lo más divertido sería bajar por la fachada, apoyando los pies y las manos en los salientes de ésta y en las tuberías que la recorrían. Y así lo hizo. Emocionado y orgulloso de sí mismo, llegó al suelo.
Una vez allí, buscó alguna evidencia que pudiera indicarle la dirección que esa persona había tomado. "Maldito asfalto" pensó, "si las calles fueran de tierra todo sería más facil". Pero no era el caso, así que se limitó a vagabundear por las calles, al encuentro tal vez de un ruido o de algún movimiento que delatase al recién llegado. Parecía un barrio humilde, de casas unifamiliares con jardín. Le resultó divertido descubrir que todas eran iguales, blancas y de puertas rojas. A sus ojos se mostró extraña esta simetría, este patrón de casas semejante al patrón de una tela estampada, donde ninguno de los dibujos desentona con el siguiente, donde cada serie de estampados sigue la misma norma. En el mundo de ahora, esos patrones eran algo extraño, la naturaleza no tenía simetría... o no en ese sentido. Los árboles no crecían a la misma distancia el uno del otro, ni tenía las mismas ramas que sus hermanos. Caminó deslizando la mano por los setos que rodeaban cada propiedad hasta que encontró una casita con la puerta abierta y se detuvo. ¿Estaría allí su tesoro? Tendría que averiguarlo.
Cuando llamó a la puerta, pese a que ésta estaba abierta de par en par, esperó a que alguien contestase al otro lado, pero nadie lo hizo. Se adentró un poco más por el recibidor.
-¿Hola? ¿Estás aquí? ¡Soy Noah, te he visto desde la biblioteca!
El silencio era atronador.
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