Las casas de blanca fachada se difuminaban cuando pasaban por su visión periférica y creaban a sus lados mosaicos caprichosos a los que no les prestó la menor atención. Sitió el pavimento bajo las suelas de sus zapatillas, algo desgastadas tras tantos kilómetros recorridos. Le dolían las rodillas por el impacto de su propio peso, pero no quiso detenerse hasta llegar al supermercado. Sabía que aquellas criaturas podían correr más que él o, al menos, algunas de ellas.
Frenó de golpe contra la puerta de cristal del establecimiento, creando un pequeño estruendo del que no estaba para nada orgulloso. Se dió la vuelta, la espalda contra el cristal y recuperó el aliento. Sus ojos buscaban más bocas podridas dirigiéndose a él, más manos crispadas, más pústulas purulentas que le acechasen, pero estaba solo. Al volverse a la puerta intentó abrirla y, tras varios intentos de empujar y empujar sin éxito alguno, se paró a leer el cartel azul que estaba sobre la maneta: "Tirar". Tiró de la puerta hacia sí y se echó a reír. Siempre le pasaba lo mismo, demasiadas prisas para pararse a leer, demasiada ocupada la mente para entender aquellos carteles.
Cerró la puerta tras él y buscó el pestillo. Esos detalles podían salvarte la vida.
La oscuridad le envolvió y, como siempre hacía, esperó en silencio a que sus ojos se acostumbrasen a la ausencia de luz. Lo primero que descubrió fue que los estantes estaban prácticamente vacíos y, como si un huracán hubiese arrasado el supermercado, el suelo estaba lleno de porquería y de latas vacías. Suspiró y empezó a andar. Por suerte, y sólo en ocasiones como aquella, estaba solo y se alegró por ello. Se imaginaba lo que tendría que ser buscar comida para un grupo entero y encontrar, tras días de trabajo, un supermercado como aquél: vacío.
Cogió una de las pocas latas que quedaban enteras y la miró. No era muy fan de las sopas de tomate frías de lata, pero menos daba una piedra, y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Pero sus ojos se posaron en una lata que se le antojó dorada, enorme y resplandeciente. Estaba en la balda más alta del estante más alto de la tienda, y parecía que le llamase con una voz sensual y provocativa. En la etiqueta había una fotografía que mostraba dos espléndidas peras rojas, al vino, jugosas y brillantes, y encima de ellas rezaba: "Peras al vino tinto. Dulces y sabrosas, el manjar de estas fiestas".
No lo pensó, se encaramó a la estantería y empezó a escalar apoyando los pies en las baldas vacías y enganchando sus dedos a la pulida madera. Su pie resvaló en algo en lo que no había reparado y a punto estuvo de precipitarse hasta el suelo, pero en lugar de eso, la que cayó fue la lata de sopa de tomate que había guardado en su bolsillo y, al impactar contra las baldosas, reventó como una fruta madura. El sonido fue tan aparatoso que no se atrevió ni a respirar. Cerró los ojos, apretó las manos contra las baldas y se pegó a la estantería. Rogó por no ser visto ni escuchado, por que no hubiese nadie en aquella tienda de barrio.
Contó. Durante este tiempo como superviviente había aprendido a tener paciencia y a esperar cuando era necesario. Y, cuando temías ser decubierto por aquellos subhombres, lo mejor que podías hacer era hacerte una bolita en el suelo y contar hasta cien. Si nadie te había sorprendido en ese tiempo, podías echar a correr como alma que lleva el diablo y alejarte de tu error.
"Uno, dos, tres, cuatro, cinco..."
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